A la memoria de Pachi Arroyo
lector generoso, hombre sabio y bueno.
Ella, llamémosle Mónica, vive a caballo entre los Estados Unidos y España. Se marchó hace ya décadas a hacer las Américas, las hizo, obtuvo la nacionalidad estadounidense, pero mantiene vínculos con el terruño y conserva también la ciudadanía española. Procura, eso sí, no residir en España más de 180 días al año para así no tener que pagar impuestos en España. No es ingeniería fiscal, ni codicia desmedida, sino pura adecuación legítima a las normas tributarias españolas. ¿Debería recibir asistencia sanitaria en España por el hecho de ser española? ¿Con qué alcance?
Él, llamémosle Amadou, llegó a España en patera hace un año. Su hermano, Oumar, se quedó en Mali pues, aquejado de un cáncer, no estaba en condiciones de embarcarse en semejante viaje. ¿Debe Amadou recibir asistencia sanitaria en España por el hecho de estar en España? ¿Con qué alcance?
Vienen las anteriores preguntas a cuenta de la aprobación por el Consejo de Ministros del Proyecto de Ley de Universalidad del Sistema Nacional de Salud (SNS). Se trata de una norma con la que, ha declarado la ministra de Sanidad, se revierte el recorte que supuso el Decreto-Ley 16/2012 a la universalidad de la prestación sanitaria, de la que se excluyeron, entre otros, a los inmigrantes en situación administrativa irregular. El proyecto ahora aprobado recuperará el anterior (Proyecto de Ley por la que se modifican diversas normas para consolidar la equidad, universalidad y cohesión del Sistema Nacional de Salud) definitivamente embarrancado en las Cortes en junio de 2022 tras la convocatoria de las últimas elecciones.
En ese proyecto, y en este, junto a la «recuperación de la universalidad» se apuesta por la «integridad» del sistema sanitario público, su blindaje frente a la «privatización». Se trata, de nuevo, de «revertir», desandar lo andado por los gobiernos del PP e impedir que «vuelvan a las andadas»; esto es: protegernos frente a «los cuatreros de lo común que privatizan nuestro derecho a la protección de la salud». En la misma tribuna donde la ministra vierte lo anterior, se resume el propósito en términos aún más simples: «La sanidad pública no se vende, se defiende». O con mayor desagarro ampuloso: se desparasita (sic) de quienes quieren, a su costa, obtener beneficios «obscenos».
Tras los fuegos de artificio retórico, la cruda realidad: la prestación sanitaria en España es competencia de las comunidades autónomas (la gestión para hacer frente a la pandemia del covid bien que lo evidenció) con lo que todo lo que el Gobierno puede proponerse, y como la propia ministra no puede sino reconocer, es dotar de instrumentos a aquellas comunidades que así lo deseen para que les sea más sencillo deshacerse de los convenios de colaboración con la sanidad privada o más proceloso iniciarlos. Se antoja una medida timorata, poco compatible con la consideración de que quienes, desde el sector privado, y con ánimo de lucro, coadyuvan a la prestación sanitaria son «cuatreros» o «parásitos».
«¿Son los funcionarios que, en proporción del 78%, eligieron sanidad privada en 2023, cooperadores necesarios de los ‘cuatreros’?»
¿Acaso hace falta recordar que la provisión de los bienes y servicios necesarios para el tratamiento, la prevención y el cuidado sanitario –maquinaria, instrumental, fármacos, etc- que proporciona el sistema sanitario público es hecha por empresas con ánimo de lucro? ¿Cómo compatibilizar esa actitud desdeñosa de la ministra frente al sector sanitario privado con el hecho de que miles de profesionales de la salud que trabajan en el sistema público, esos sanitarios que recibían el aplauso de tantos desde los balcones durante el confinamiento también operan, diagnostican o pasan consulta privadamente y para mejorar un tanto su magra retribución? ¿Debemos prohibir los centros universitarios privados que forman profesionales de la salud? ¿Aplaudirles o loarles menos cuando ejerzan? ¿Son los funcionarios públicos que, en proporción del 78%, eligieron sanidad privada en 2023, cooperadores necesarios de los «cuatreros»? En España, como en Francia, la mitad de los hospitales aproximadamente son privados, a gran diferencia de Alemania, donde casi 3 de cada 4 lo son de acuerdo con el informe Health Data de 2021. ¿Urge también la desparasitación en Alemania?
No: en puridad, a lo que este Gobierno con esta ministra a la cabeza quiere poner coto es a que el sistema público recurra a una fórmula concreta de convenio o cooperación con empresas del sector sanitario privado para así satisfacer el derecho a la asistencia sanitaria. La ministra acostumbra a denominarlo «modelo Quirón» (otrora fue el «modelo Alzira» en alusión al hospital valenciano), porque la desparasitación que urge es la de la Comunidad de Madrid, allí donde ese grupo – el mayor del sector- carcome, con la formula de la concesión administrativa, como en ningún otro lugar, nuestra «joya de la Corona» del Estado del bienestar.
Pero, ¿por qué exactamente serían esas concesiones esencialmente desventajosas? ¿Lo son siempre, independientemente de sus condiciones o los resultados que arrojen en términos de coste-beneficio, control del gasto, planificación, etc.? ¿Lo son siempre, ya sea que proporcionan servicios no clínicos y clínicos, o solo los primeros o solo los segundos? ¿Lo son más que la derivación a centros privados para la realización de pruebas diagnósticas o algunos procedimientos terapéuticos pudiendo así descongestionar las listas de espera? ¿Por qué? ¿Están contentos los pacientes atendidos? ¿En qué medida frente a los que se tratan en hospitales públicos? Si nos atenemos al dato objetivo del importe de los conciertos en el año 2022, la cifra en la Comunidad de Madrid fue de 1.377 millones de euros frente a los 3.299 de Cataluña. El 12,4% sobre el gasto sanitario público en el primer caso y el 22,7% en el segundo.
El dicho grupo Quirón, por cierto, cuenta con hospitales y centros sanitarios de distinto tipo en multitud de provincias españolas, incluyendo Cataluña, comunidad autónoma que cuenta con el mayor número de hospitales privados y conciertos con el sistema público en España, aunque no sean exactamente bajo esa fórmula jurídico-administrativa de la concesión. ¿Está parasitado el Hospital Universitari General de Catalunya sito en Barcelona? ¿Más o menos que el hospital Ruber de Madrid donde salvaron la vida a la entonces vicepresidenta Carmen Calvo aquejada de covid? En Asturias, secularmente gobernada por gobiernos progresistas, el aseguramiento sanitario privado per cápita del propio bolsillo es superior al de Madrid, según los datos correspondientes a 2023. ¿Está favoreciendo el parasitismo un sistema sanitario público, como el asturiano, que, quizá por su ineficacia, expulsa a tantos asturianos al sector privado? También ese aseguramiento privado es mayor en Cataluña que en Madrid, como lo es el porcentaje de alta tecnología en hospitales (55% en privados frente al 44% en Madrid o el 39% en Galicia). ¿Ídem de ídem respecto del favorecimiento a los «cuatreros de la protección de la salud»?
«Llevamos demasiados años en España sometidos a una tiranía simplona sobre qué ha de implicar el derecho a la salud»
Llevamos demasiados años en España sometidos a una tiranía simplona respecto del muy complejo y, sin duda espinoso asunto de qué ha de implicar el derecho a la protección de la salud que nuestra Constitución, y otros textos internacionales en materia de derechos económicos y sociales, consagra. Insistimos en hincharnos el pecho porque, frente a otros países, gozamos en España de «sanidad gratuita». Por supuesto esto es flagrantemente falso puesto que nada es gratis; lo que cabalmente significa – y de ello cabe enorgullecerse- es que el poder público brinda asistencia sanitaria a todos independientemente de su capacidad de pago. Pero ¿quiénes somos todos? Y, dado que los recursos son finitos y hay otras y justas oportunidades y necesidades de gasto público ¿cuánta asistencia sanitaria debe proporcionarse?
La parasitada Comunidad de Madrid, por un poner, cubre la depilación láser de las mujeres trans como parte del conjunto de tratamientos que favorecen su «transición». Y ello, para más inri, bajo la divisa conceptual de entender que, so pena de transfobia, la incongruencia de género está «despatologizada». ¿Qué debemos responder a la mujer que, aquejada de hiperplasia adrenal congénita, cursa hirsutismo y también reclama que le sea sufragada la depilación láser? ¿Por qué el mero hecho de ser español, y no ya de contribuir financieramente al sistema, le habría de otorgar a uno derecho a la asistencia sanitaria en España cuando reside y paga impuestos en otro país como en el caso de nuestra ficticia Mónica?
Describimos como «universal» ese derecho qua derecho humano, pero en realidad no pensamos que España tiene deber alguno de asistencia a Oumar, el ciudadano de Mali aquejado de cáncer que no logró llegar a España como sí pudo hacerlo su hermano Amadou a quien, se dice, pisada tierra española debe considerarse beneficiario de toda la cartera de servicios sanitarios. ¿Pero a cuántos como Amadou podemos, de manera razonablemente planificada, y además sin concurso alguno del sector privado, beneficiar?
Todas esas preguntas merecerían un debate sosegado, sin ese ruido ni la demagogia que tanto acostumbra a denunciar el Gobierno y el conjunto de sus plumillas, nadadores sincronizados y coristas cuando se refieren a «la derecha y la ultraderecha». Para eso estaba un Parlamento que oficiaba de sede de la democracia deliberativa, la deliberación racional… Ya, ya sé que les da la risa. Nos queda, eso sí, nuestro poeta ilustre y presidente del Instituto Cervantes que ha afirmado recientemente que «hasta un poema de amor se puede comprender como una defensa de la sanidad pública».
Pues eso, a seguir con la lírica, y, ocasionalmente, el desgarro populista.