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Cifrar la memoria democrática

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En el año 2008, el exjuez de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón, cifró en 114.266 el número de las víctimas desaparecidas entre el 17 de julio de 1936 y diciembre de 1951. Repito como se repetían los teléfonos antaño cuando había que memorizarlos, o ahora con las claves para todo tipo de transacciones digitales: 1-1-4-2-6-6. El exjuez vertía esa cifra en el Auto de 16 de octubre de 2008, un auto dictado en el marco de un procedimiento penal incoado a partir de las denuncias interpuestas por diversas asociaciones de memoria histórica, de familiares y de personas individuales, por unos hechos que podían, presuntamente, constituir delitos de detención ilegal; un «plan sistemático de desaparición forzada» desde el inicio de la Guerra Civil.

En el año 2017, el Grupo Parlamentario Socialista presentaba en el Congreso de los Diputados una Proposición de Ley para la reforma de la Ley 52/2007 conocida como «de memoria histórica». En la exposición de motivos se cifraba en 114.226 el número de víctimas de desaparición forzada entre el 17 de julio de 1936 y diciembre de 1951. Anoten: 1-1-4-2-2-6.

Como fuente de tal número se menciona en la exposición de motivos el Informe del Comisario para los Derechos Humanos del Consejo de Europa sobre personas desaparecidas y víctimas de desaparición forzada en Europa de 29 de noviembre de 2016. Y en dicho informe se referencia como fuente… ¿a que lo adivinan? En efecto, el Auto del exjuez Garzón (p. 21 del Informe), si bien se indica que: «…ese número no ha podido ser confirmado fehacientemente por la investigación judicial porque resultó bloqueada».

«¿114.226 o 114.266? ¿Se trata de un error de transcripción arrastrado desde el 2008 o de un nuevo conteo? ¿Importa algo 40 víctimas arriba o abajo? ¿Importa no ser segundos, sino, quizá, quintos en el ranking?»

¿Y cuál era la fuente del exjuez Garzón? Apunten: un «listado lo más completo posible requerido a las partes personadas», se dice en el Auto. Eso sí, el exjuez introduce la cautela de que el grupo de expertos que se constituye por orden del Auto mismo hará el análisis pormenorizado que corresponda y evacuará los informes técnicos que procedan de resultas de lo cual las cifras podrán ser diferentes y que tales listados –en el Auto constan desglosados por Comunidades Autónomas- deberán ser «contrastados, analizados y renovados para completarlos y actualizarlos al máximo, excluyendo e incluyendo los nombres que día a día se identifican o los que están llegando a la causa y para cuyo fin se arbitrarán los medios necesarios». No hubo forma de salir de este bucle melancólico. Ni la habrá.

La semana pasada el Ministro Torres, encargado de la «memoria democrática», señaló, una vez más, que España es el segundo país en número de desaparecidos tras Camboya. En 2019, lo había hecho la entonces diputada por Izquierda Unida en el Parlamento Europeo, y hoy ministra, Sira Rego; y en 2013, el entonces portavoz de Jueces para la Democracia, el juez Joaquim Bosch. Y después Pablo Iglesias, Irene Montero y tutti quanti… ¿Y cuál es la fuente de ese ranking? El historiador Gutmaro Gómez Bravo indica en uno de sus ensayos (Geografía humana de la represión franquista, 2017) que así nos lo recuerda anualmente Naciones Unidas.

En realidad, el Informe del Grupo de Trabajo sobre las Desapariciones Forzadas o Involuntarias de 2 de julio de 2014 de la ONU (A/HRC/27/49/Ad.1) cuya misión visitó España en septiembre de 2013, no hace mención alguna a tal posición ni ranking, aunque sí a… suspense, suspense… Ya lo han adivinado: las 114.226 víctimas de desapariciones forzosas consignadas en el Auto del exjuez Garzón. En 2019, el portal Newtral, encargado del fact-checking y de depurar bulos, afirmaba al respecto: «Una máxima repetida durante años de la que ninguna organización española conoce la fuente exacta y sobre la que la ONU y la Comisión Internacional de Personas Desaparecidas niegan a Newtral.es tener constancia». Por esas mismas fechas, el que se presume autor del original escalafón (en la web rebelión.org allá por 2009), el penalista Miguel Ángel Rodríguez Arias, afirmaba en entrevista a El Confidencial que su dato se había «malinterpretado».

¿114.226 o 114.266? ¿Se trata de un error de transcripción arrastrado desde el 2008 o de un nuevo conteo? ¿Importa algo 40 víctimas arriba o abajo? ¿Importa no ser segundos, sino, quizá, quintos en el ranking? ¿Que no sea Camboya la primera, sino, quizá, Birmania, como en un lapsus linguae –hemos de suponer- dijo el presidente del gobierno Pedro Sánchez allá por 2022? ¿Importa que la calavera que aparece al final del documental El silencio de otros como la que se entrega a su hija Ascensión Mendieta no sea la de su padre Timoteo Mendieta -el sindicalista fusilado en 1939- sino la de cualquier otro? ¿Y que sea una de plástico? ¿O que los huesos que el presidente del Gobierno miraba contrito ataviado como Heisenberg en Breaking Bad en su cinematográfica visita a Cuelgamuros, fueran en realidad de víctimas del bando republicano, ‘vencedores’ que, nos dice la historiografía oficial, ya tuvieron sobrado reconocimiento y recompensa durante el largo y ominoso franquismo?

Durante años la propaganda del entonces denominado ‘búnker’ inflaba e inflaba el número de asesinados en Paracuellos. En su edición de 9 de noviembre de 1976, El Alcázar los cifraba en 10.000, y se los imputaba a Santiago Carrillo («Duque de Paracuellos», le llamaba) para el que pedía el procesamiento por los imprescriptibles delitos de crímenes de guerra y contra la humanidad. ¿A que les suena actual? De 7.000 asesinados se habló en la misa in situ oficiada el 10 de abril de 1939, aunque la Causa General no registra un número concreto. 2.400 aproximadamente fue la cifra manejada por Ian Gibson en su temprana obra y en ese entorno también la sitúa uno de los más acreditados expertos en la materia, Julius Ruiz.

¿Es posible que durante el franquismo en España hubiera una trama de sustracción de recién nacidos que alcanzara la cifra de 300.000 tal y como afirmó el abogado Enrique Vila en 2011? ¿Se trata de 300.000 adopciones irregulares? ¿Y todas ellas con la connivencia de las altas jerarquías franquistas? Repitan conmigo: 3-0-0-0-0-0. El genetista Antonio Alonso declaró recientemente a El País que no conocía ningún caso confirmado de bebé robado, lo cual soliviantó a más de un lector del dicho diario que había aportado su testimonio en un buzón dispuesto por el medio a tal efecto. Que fueran 10 o 10.000 no importa, señalaba el familiar de «un afectado». Y mucho menos si el leit motiv de esas «rebajas en números» es el de normalizar o blanquear o negar el franquismo.

La denominada «historiografía oficial» cifra en 50.000 los ejecutados en la represión franquista de la postguerra, pero un estudio reciente de Miguel Platón (La represión de la postguerra) a partir de un archivo inexplorado –el del Cuerpo Jurídico Militar que almacena los expedientes de condenados a muerte para decidir si se les conmutaba la pena- la rebaja a unos 15.000. Más allá de que la metodología no sea concluyente, como algún historiador le ha objetado, ¿importa algo que fueran unas decenas de miles menos si además consideramos otras muchas formas de represión social, depuración, ostracismo a los vencidos?

Durante años se ha mantenido viva la llama de la competición «genocidio de la historia», un título, como es bien sabido, disputado entre el fascismo y el comunismo en cualesquiera de sus versiones (nazismo, maoísmo…). Y parece que una cifra redonda –y difícilmente superable- se ha consagrado: el comunismo ha causado 100 millones de víctimas, se dice, así que, en comparación, los 6 millones de judíos y póngale usted unos cuantos más parecen una cifra residual.

Tengo para mí que más allá de que esos números lo sean a ojo de buen cubero, si es que no son puras patrañas (invención, como la de los 30.000 desaparecidos en la Argentina que nadie duda son eso, un símbolo y no una cifra) sí parece que los números importan aunque lo hagan a partir de un cierto punto, uno de esos umbrales vagos que tantos quebraderos de cabeza dan a los lógicos y que conocemos como ‘paradoja de Sorites’ (aunque un grano de arena no haga un montón de arena, tiene que haber un número de granos a partir del cual sí podemos predicar la existencia de tal montón). Que, como han investigado también recientemente los historiadores Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío (Fuego cruzado), el número de muertos por violencia política entre febrero y julio de 1936 fuera de 484 y no de 10, pongamos, permite poner alguna sordina al ideal arcádico de la Segunda República. ¿Se imaginan si hubieran sido 10.000? ¿Y 100.000? ¿Acaso no fue mucho peor ETA que el FRAP o las FARC que ETA?

Es obvio que, junto a la cantidad de víctimas, los motivos del ejercicio de esa violencia y su origen no pueden faltar en cualquier reconstrucción o consideración sobre el pasado o el presente (así, como señalaron el filósofo Kolakowski y el historiador François Furet, sí estaba en la agenda nazi la eliminación de etnias «subhumanas» como los judíos y otros), pero las indagaciones cuantitativas de la violencia, lejos de ser modos de negacionismo son el intento honesto de aplicar ese derecho que tanto se cacarea y poco se practica en este ámbito: la verdad. Es más bien la resistencia a echar las cuentas de la mejor manera posible; a revisitar a la luz de nuevos descubrimientos las provisionales «verdades» heredadas de la peor forma, y no digamos ya la consagración de icónicas cifras que operan como dogmas revelados, la forma de deshonestidad que pone en serio peligro la justa causa –que la sigue habiendo- a la hora de lamentar tanto –aunque no del mismo modo- nuestro pasado dictatorial franquista como el frustrante y nada luminoso período republicano.


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