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Pobres pobres. Sobre la ‘huelga de inquilinos’

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Hace unos años un familiar me contaba lo impresionado que se había quedado al ver, a las afueras de Lagos, la capital de Nigeria, multitud de casas en las que un cartel anuncia: «Esta casa no está en venta». La ausencia de un sistema judicial suficientemente robusto que asegure la aplicación de reglas que determinen cómo se adquiere y transmite la propiedad, y de un registro único, centralizado, que dé cuenta de tales vicisitudes, de las cargas que pueden pender sobre dichos bienes, y otras circunstancias relevantes, explica que en esas casas no se anuncie la venta, sino que se advierta a todos, en particular a los agentes de la propiedad inmobiliaria, que no pueden venderla a ningún incauto que pretenda comprarla. Mejor no entramos en cómo se resuelven finalmente esas disputas.

Me he acordado de esta anécdota a la luz de la propuesta de desarrollar una «huelga de inquilinos» que se viene activando desde hace algunas semanas, una movilización mediante la que, de modo masivo, se pretende dejar de pagar la renta que corresponde al alquiler de una vivienda. Se trata de algo tan absolutamente descabellado —tanto en su dimensión instrumental, esto es, como medio para resolver un obvio y acuciante problema como el de la falta de vivienda asequible, como en su vertiente sustantiva— que solo en un país en el que la brújula está tan falta de calibración puede generar una reacción que no sea la de la estupefacción, la alarma o el choteo.

Lejos de ello, se llenan páginas y tertulias en las que se hacen risitas con el representante de una empresa dedicada a prestar garantías de renta a los arrendadores, ante la eventualidad de que, si la huelga es un éxito y es masivamente secundada, tengan que desembolsar ingentes cantidades de dinero a los caseros que dejarían de recibir esas rentas: ji, ji, ja, ja, no veas qué guasa. Pero también se «analiza la medida», y se reflexiona con pretensión de «rigor» y «seriedad» si es «legal» y cómo ha de articularse. Así, en una entrevista a un portavoz de un «sindicato de inquilinas» (así, en femenino excluyente) se nos dice que se trata de una «auto-reducción de precios», es decir, que los inquilinos paguen un «precio aceptable» por su alquiler, rentas que serán determinadas en «debates» que se celebrarán en asambleas de barrio. No sé por qué, pero me da que en esas discusiones se tenderá a una «auto-reducción» próxima a cero.

¡Y cómo no se nos había ocurrido esto antes a propósito de los préstamos hipotecarios! ¿Para cuándo un sindicato de deudores, perdón, deudoras, que llame a una huelga de impago y también asambleariamente determine una «auto-reducción de las cuotas»? Y suma y sigue si pensamos en otros derechos humanos muy humanos como el de una alimentación sana (¡auto-reducciones del precio del guacamole de Hacendado, ya!) o la cultura, el vestido, etc.

Casi duele escribir o recordar lo obvio: un alquiler es un contrato en el que las obligaciones y derechos mutuos son el resultado del acuerdo de las partes, pero otras son impuestas por ministerio de la ley, en concreto de una ley de 1994 sucesivamente parcheada —para bien, para mal y para muy mal— por legislaturas sucesivas, también por la vigente coalición progresista. Así, los gastos generales para el adecuado sostenimiento de la vivienda (servicios, tributos, cargas) pueden ser de cuenta del arrendatario, si así se pacta (artículo 20), pero no así «… todas las reparaciones que sean necesarias para conservar la vivienda en las condiciones de habitabilidad para servir al uso convenido», que, salvo que fueran imputables al arrendatario, corresponde abonar al arrendador (artículo 21).

«¿Qué nos parecería si, como respuesta a la huelga de inquilinos, los arrendadores llevaran a cabo una ‘huelga de caseros’»

¿Qué nos parecería si, como respuesta a la huelga de inquilinos, los arrendadores, acuciados seguramente por la necesidad al no disponer de sus rentas o verlas reducidas, se propusieran llevar a cabo una «huelga de caseros» consistente en no abonar los gastos correspondientes a tales reparaciones, ni la tasa de basuras, por ejemplo, si por contrato les correspondiera hacerlo? ¿Y si la huelga consiste en la no devolución de la fianza?

Unos y otros —o mejor: hunos y hotrosacudirían a los tribunales de la jurisdicción civil que pronto se colapsarían ante el aluvión de demandas cruzadas, solicitudes de desahucio por incumplimientos de los préstamos con garantía hipotecaria (muchos de esos denostados «rentistas» satisfacen el pago de la hipoteca con lo que obtienen del alquiler y no podrían seguir afrontando el pago de las cuotas hipotecarias). Y no faltarán los que, con la paciencia agotada, acudirán a los mecanismos alternativos de solución de conflictos, esos que a veces incluyen individuos de algún país del Este, curtidos en batallas diversas y muy profesionales a la hora de dar «sustos», o, si se requiere, «pasar a mayores».

Habremos alcanzado así una arcadia nigeriana; allí donde la vivienda para alquiler ya no estará siquiera disponible para los pobres, las parejas con hijos o quienes puedan aparentar alguna vulnerabilidad no depositando fortísimas fianzas o garantías; allí donde en muchas zonas la propiedad inmobiliaria estará en venta a precio de saldo y proliferarán los carteles «no se alquila», y, no tan lejos, se alzarán vallas y se apostarán los guardias de seguridad armados hasta los dientes para proteger al ramillete de privilegiados propietarios en islotes de riqueza blindada frente al acceso y las miradas; allí donde no habrá ya ni rastro de Estado social de derecho porque a más de uno se le olvidó que no hay tal cosa sin Estado de derecho en primer lugar.

Bienvenidos los que aún queden.


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